Como (casi) todo el mundo tengo familia en Venezuela. No tengo un tío misionero ni una tía monja, pero tengo familia en Venezuela. Vamos, que paso por vasco si no me hacen muchas preguntas.
La primera vez que mi prima mandó a su hijo a pasar el verano con su familia europea (y de la Castilla profunda para más señas) no tendría el muchacho ni 10 años. Lo montó solito en el avión y nuestros adultos en común lo fueron a recoger a Barajas. No cargó con equipaje para evitar complicaciones, así que su abuela en cuanto llegó su nieto querido le hizo probarse un montón de ropa que había elegido a ojo en las tiendas donde la conocían, que eran unas cuantas.
Más choque cultural. En Venezuela hacía y hace mucho calor, pero allí según parece solo se ponían pantalones cortos la gente muy, muy pobre. Había que llevar pantalón largo e incluso manga larga. En el brutal verano estepario castellano el que tuviera menos de 15 años y llevara manga larga o pantalón largo estaba pidiendo a gritos que le sacaran cantares. Total, el primo tuvo que adaptarse a marchas forzadas a un planeta totalmente diferente.
Para adelantar trabajo le fueron probando ropa por tipos. Sus primos (recién conocidos) asistimos por ejemplo al momento en el que nuestro morenísimo y recién llegado primo americano se probaba 9 calzoncillos seguidos; para acabar antes se los fueron poniendo todos uno encima de otro. Nuestro primo caribeño (muy bien mandado, pero que se esforzaba por entender las cosas) preguntó, no sin dudar mucho:
– Abuela ¿tengo que llevar tantos calsones acá?
Por supuesto no hay reunión familiar en la que no se le recuerde esta y otras anécdotas de su primer aterrizaje en el pueblo de sus abuelos. No entendías ná le venimos a decir cuando se deja, porque hará 20 años que no se deja, el jodío. Normal.
Todo esto lo cuento para intentar explicar que en mi familia sabemos un poco de emigración y de llegar a un sitio más o menos diferente en el que vas a estar una temporada, quizás más tiempo aún de una temporada. Vamos, que igual te quedas para largo. O no. Según lo que llames largo. Tampoco es que hayamos viajado con un circo, pero algo nos suena todo esto.
Quizás por eso me fijo en ciertas cosas. En la oficina de Correos de Gasteiz hay un locutorio. Dentro de la oficina, quiero decir. Al lado del tenderete de material de papelería a precio de oro y enfrente de la sucursal bancaria. Los usuarios de los locutorios deben ser en un 99.99% extranjeros; los de este son generalmente de América del Sur y el norte de África. Si entran a Correos por la puerta de la derecha no verán nada raro, pero si lo hacen por la izquierda (y la inmensa mayoría lo hacen por esta puerta, no sé por qué) se encuentran con un cartel que dice en grandes caracteres Locutori y les da los precios de llamada a un montón de países (a fijo y a móvil) en catalán, con sus precios de llamadas a Veneçuela, Xile y Ucraïna.
Y digo yo ¿qué hace ahí ese cartel? ¿Qué historia hay detrás de ese cartel?
Igual es pura desidia. Alguien, a regañadientes, tiene que poner al menos un cartel en la otra lengua, la de los que la hablan para molestar, esos que son cuatro y de todos modos hablan la mía. Se la pide por teléfono a otro, que igual tiene la misma mala leche o sencillamente tiene pocas luces y la mayoría apagadas y le manda un cartel que por no estar en castellano seguramente lo entiendan allá. Porque los vascos hablan raro de cojones. O eso dicen, porque teléfono es telefonoa. Vamos, no me jodas. A ver si eso es un idioma.
– En fin, que te mando el cartel, pero lo mismo está en gallego que en rumano, a mí no me pidas cuentas.
El cartel lleva años ahí. Con un poco de suerte algunos de los usuarios del locutorio ya sabían antes de llegar que aquí hay al menos dos idiomas. Digo al menos porque ellos ya se traen otro montón, pero de partida hay dos. ¿Llegarán a saber que ese cartel está en un idioma tan extraño como si estuviera en corso, en siciliano o en aranés?
¿No tendrá bastante un pakistaní que aterriza por aquí con lo que tiene que aprender como para hacerle estas putadas?