Voy a contar un sucedido de mi último encuentro con la burocracia estepario-castellana. La municipal, para más señas. Se lo he contado a varios autóctonos y a) a ninguno le ha extrañado lo más mínimo y b) todos se han reído bastante. A ver qué pasa con los forasteros.
¿Y qué pintaba yo en el ayuntamiento de la noble ciudad? Todo esto viene
a santo de lo amiguico de los cementerios que soy. Todos los domingos me
llevaban a misa y después a comer calamares, sepia o lo que tuviera que
ser, pero un domingo sí y otro no, sin faltar ni uno, me llevaban al
cementerio.
Teníamos ya una ruta hecha. Pasabamos por una tumba con un ancla de
piedra (en todo el medio de la estepa castellana, tiene cojones), pasabamos por la tumba de una niña
con un angelote más grande que yo con una caja enorme encima de la
lápida que siempre me decían que contenía los juguetes de la criatura y
visitábamos a mis abuelos maternos y mis abuelos paternos.
Seguramente de ahí me viene a mí el haber visitado tantos cementerios de
tantas ciudades. Viendo el cementerio de una ciudad (mejor aún si es un
pueblo, aunque cuando saques el tema los paisanos se inquieten un poco como si les pidieras
ver el contenido de los cajones de su cómoda).
El caso es que teniendo tiempo a manta me fui al cementerio de la noble ciudad.
Encontré de casualidad a una de mis tías (y su marido) y a mis abuelos
maternos (estoy hablando de lápidas, no de encuentros con personas) pero
no pude dar con mi abuelo paterno, que es el único que conocí. Tanto es
así que ni siquiera se cómo se llamaba mi abuela paterna. Ni el nombre
siquiera, como para saber los apellidos.
Como no encontraba a los currantes del cementerio me fui a unos abrevaderos para el ganado
que en años recientes (de hace treinta años para acá para mí y en ese sitio significa recientes)
han convertido en merendero y abrevadero para humanos. No hice ni fotos porque daba cosica
ver cómo estaba todo. El cartel prohibiendo hacer el
caballería y encender fuegos está tan vandalizado que dan ganas de
tirarlo y que descanse. Constatado el destrozo volví al cemeterio.
Por el camino me crucé con un solo
humano, un jubilado paseando a su perrazo. Algo es algo. Ya en el cementerio encontré a dos personas
masculinas montadas en una furgonetilla, así que solo
podían ser enterradores.
Les pregunté si trabajaban allí. Salieron del vehículo y ví que el más
mayor de los dos iba fumando. Si fumas en un cementerio es que trabajas
ahí, no hay duda.
El enterrador que fumaba se acordaba de mi abuelo y hasta de dónde trabajaba. Con quién, según él lo dijo.
– Si lo enterré yo – dijo- pero ya no me acuerdo de dónde. Pero me
acuerdo, me acuerdo de habe’lo enterrao yo. Claro, llevo yo enterrando aquí dende que era así. Y puso la mano a menos de un metro del suelo.
– Pachasco. Dijo su joven padawan. Y con ese localismo se quedó callado casi media hora.
Definitivamente estoy en el lugar, me dije. Los nativos también decimos el lugar para referirnos al centro del universo, el pueblo que nos vio nacer.
Por las fechas posibles (mediados de los 70) solo podía estar en la
parte más vieja. Lo que se llaman los patios de Santa Marina (que es
también el nombre de todo el lugar) y Santa Teresa. El enterrador me
dijo que me recorriera todas las filas ‘dendallí’ y ‘dendaquí’. Y eso
hice, pero en ese cementerio hay cuatro apellidos (incluyendo el mío) que se van repitiendo en diferentes combinaciones delante o detrás de Pérez, Gómez, Sánchez, López y luego vienen los Saiz, Saez, Sanz… y hacía frío y es un cementerio,
coño. Una cosa es tener afición y otra pasarselo bien en un cementerio.
Así que probé con el plan B que me dieron: vete al ayuntamiento que allí
tienen un registro.
Me fui al ayuntamiento y cometí mi típico error. Contarle lo que he
venido a hacer al de la puerta. Al segurata no, al de detrás. Al primero que tiene pinta de trabajar allí. La primera en este caso. Según se lo estaba yo explicando a la mujer que
atiende según entras me vino el funcionario municipal que se sienta en
el primer despacho según entras. La parte importante aquí es despacho. No te confundas, forastero.
Y va el iluminado y me dice:
– Para encontrar esa lápida tienes que traer la documentación (la tuya)
y el nombre del difunto. ¿Sabes el nombre del difunto?
– Era mi abuelo. Claro que sé cómo se llamaba el difunto. Y claro que
tengo mi documentación encima. Es obligatorio.
– Vale, entonces tienes que traer en qué patio, en qué fila y en qué
hilera está la lápida.
Suspiro.
– Ya, pero es que esa es la información que vengo a buscar. Si supiera
dónde está no habría venido hasta aquí andando desde el cementerio.
– Claro, pero es que para saber dónde está una lápida tenemos que saber
en qué patio está y en qué fila y qué columna. Si no es imposible.
A tomar por culo, pensé. La vida de estos sí que es fácil. Tráeme el
trabajo hecho que yo te voy a decir algo que ya sabes.
Les dije que tranquilos, que no se cansaran, que ya probaba yo por otro
lado.
Incansable, el funcionario me dio otra alternativa:
– Alguien en la familia tiene que tener algún papel de la propiedad de
la lápida donde ponga dónde está.
– Alguien de la familia… pensé en voz alta.
Y ahí el hombre se puso voluntarioso:
– Alguien lo tiene que tener. Lo tendrá que buscar o lo que sea y si él
te lo quiere decir… por lo que sea…
Ahí empecé a resoplar y les empecé a decir, que muchas gracias me voy.
– ¡Pero si le estamos intentando ayudar, señor! me dijeron ambos,
desorbitando los ojos y acercándose al trance de los derviches. Ella
incluso se rasgó la camisa como Camarón y la visión de su abundante
pechumbre me distrajo por un momento (así soy yo) pero me rehice.
– ¡Tenga usted en cuenta que allí hay miles de tumbas! clamó el
funcionario.
– Sí, pensé. Primero está ese cementerio checo que tiene un millón de
lápidas y luego este. Sí señor. Ya estamos con la tontería de ‘somos la
Nueva York de la Manchuela’ subrayando el ‘Nueva York’ y no el ‘Manchuela’.
El probo funcionario renunció al fin a cederme su tiempo y sapiencia; me
anunció con grave gesto que las cosas del cementerio no las llevamos
nosotros. Tiene vd. que subir a la primera planta y preguntar por Fulanito.
– Fulanito.
– Sí. Ese lleva lo del cementerio.
– Lo del cementerio lo lleva otro por ahí. Aquí no. Vale. Pues muchas
gracias.
– Pues no se merecen.
– Pues hala.
Arreo para el piso de arriba y según encaro las escaleras una señora de
la limpieza, sin levantar casi la vista del suelo y dando la espalda
a la ventanilla/bunker de la entrada, me dice:
– Tú sube arriba, sigue recto, vete a la oficina principal y allí a la
derecha está Fulanito, ese te lo explica mu bien.
Frente a Fulanito me encontré. Un tipo de lo más afable, Fulanito. Le
cuento mi película (la mía, la del cementerio y mi abuelo, no lo de la
entrada) y me dice que está todo digitalizado del 81 para acá. Mi abuelo
murió en los 70 pero no a finales; eso seguro porque apenas tengo
recuerdos de él y yo era muy, muy pequeño.
– Además pasan dos cosas, dijo Fulanito. En los patios antiguos solo se
anotaba el primer apellido (‘a tomar por culo’, pensé ‘pero si aquí solo
hay seis apellidos y luego todos los Gómez, Perez, Domínguez y López que
quieras’) y para colmo antes el registro se guardaba en casa del
enterrador. En los 80 hubo un incendio en la casa y se perdieron los
archivos viejos, así que lo siento mucho pero no te va a quedar otra que
ir un día que haga mejor tiempo y recorrerte todas las hileras hasta que
lo encuentres.
Así que tengo una misión para un próximo viaje.