Anoche vi No tengas miedo, de Montxo Armendariz. Una forma muy respetuosa, implicada, amable y directa de reflejar un crimen espantoso y sorprendentemente cotidiano.
Me gustó bastante la película, pero me costó bastante verla. Estaba todo el rato dándole a la pausa y poniéndome a simular que estaba haciendo otras cosas para volver inmediatamente a la película.
Incluso dejé un par de horas entre los cinco primeros minutos de la película y el resto. Cenar y socializar un poco. Pero socializar contando por enésima vez algunas de las cosas que vi en el colegio donde hice la EGB, la primaria.
Llevo callado desde 1982 porque a mí no me pasó nada, a mí no me metió mano aquél monstruo, pero lo veía día sí día no, al lado mío. Veía lo que les pasaba a media docena de mis compañeros de clase, de una clase de 44, de 45, hasta de 48 compañeros. Estábamos como piojos en costura y a veces el profesor de Pretecnología les metía mano en clase. Como para no verlo.
Llevo callado desde 1982 porque si ellos no hablan no me siento con el derecho de hablar. Pero quizás vaya siendo hora.
En aquél colegio me enseñaron un montón de cosas buenas. Me enseñaron a escribir con muy, muy pocas faltas de ortografía ya desde los 11 o 12 años. Aprendí a calcular de cabeza a gran velocidad (acaso porque en la repetición está la maestría, acaso por la velocidad a la que podía llegarme volando una tiza, un borrador o un tortazo del director del colegio y a la sazón profesor de matemáticas). Aprendí que se puede tocar un instrumento como la flauta dulce sin saber leer música si dejas que la canción salga sola y pones los ojos virolos mirando a la partitura. Ellos te intentaban enseñar unas cosas y luego nosotros hacíamos lo que podíamos y nos quedábamos con vaya usted a saber qué. Lo normal, vaya.
En 6º, 7º y 8º de EGB (a donde llegábamos generalmente con 12, 13 y 14 años respectivamente salvo que se hubiera repetido algún curso) el mismo profesor, un fraile, al que llamaremos Don Antonio porque se llamaba así y porque no me acuerdo del apellido y no lo puedo poner aquí, nos daba Religión, Gimnasia y Pretecnología (las manualidades de toda la vida).
Si querías sacar sobresaliente en las tres asignaturas que daba Don Antonio tenías que dejarte meter mano. Y punto.
Si sacabas muy buenas notas pero te faltaba el sobresaliente en tres asignaturas la nota media global caía necesaria y terriblemente lejos del sobresaliente (9 ó 10 de nota media). Lejos de los premios a final de curso, diplomas frente a decenas de alumnos y padres y madres y frailes y profesores. Había gente que sacaba muchos sobresalientes, incluso gente que además era buena al fútbol o en gimnasia (o en ambas disciplinas) pero se atascaba en Religión, en Pretecnología y en Gimnasia. Y gente que se atascaba y se acababa desatascando gracias a las manitas de Don Antonio.
Recuerdo (aunque me bailen las fechas) que en sexto de EGB teníamos Gimnasia por la mañana y Pretecnología por la tarde, así que bajábamos al taller de Pretecnología todos con el chandal puesto. Este detalle tiene su importancia porque es una prenda que permite un acceso más fácil desde atrás hacia los genitales que, digamos, unos pantalones de pana, que hay que desabrocharlos y bajarlos porque si no no cabe la manaza de un adulto y el cuerpecillo de un chaval de 12 años.
Me incorporé a ese curso tarde, después de navidades, porque cambiamos de ciudad (otra vez). Estaba intentando aclararme con lo que es una sierra de marquetería cuando me percaté de que el profesor no estaba solo en su mesa. Había a su lado un alumno con los codos apoyados en la mesa, entre los papeles que tenía delante y un torno. Ambos hablaban y parecían divertirse porque ambos sonreían. Con picardía, diría ahora pero no entonces porque no tenía la menor idea de muchísimas cosas, entre ellas la picardía.
Yo ya conocía de un par de años antes a mis compañeros a izquierda y derecha (nos sentábamos por lista, es decir, por orden alfabético) y el de la derecha me susurró:
– Tú a lo tuyo. Si vas a preguntar alguna duda vete con la mesa de por medio. Si vas a preguntarle y te pones al lado vas a sacar sobresaliente el Pretecnología, en Gimnasia y el Religión.
Este compañero mío sabía perfectamente dónde estaban los límites de todo y yo le hacía mucho caso. Su padre, oficial de la Brigada Paracaidista ascendido por méritos de guerra (Marcha Verde, Sidi Ifni) le dejaba marcas negras con el cinturón si sacaba cualquier cosa por debajo de un BIEN en cualquier asignatura, así que ahí estaba él, siempre por encima del BIEN y sin poder sacar SOBRESALIENTE en al menos tres asignaturas. Y eso siendo un superdotado para los deportes. Anda que no le darían correazos a este por no destacar como debía en los deportes. Por no dejarse meter mano, vaya.
Las normas eran muy fáciles de entender:
– Si vas a preguntar dudas en Pretecnología, por delante de la mesa. Si te llama para que te pusieras a su lado siempre negarse.
– Si había que pedir un balón para jugar en las pistas de minibasket o de balonmano había que ir al lúgubre despacho de Don Antonio, sin ventanas, con una puerta con vidrio esmerilado como única fuente de luz natural y un flexo asmático como fuente de luz artificial.
SIEMPRE había que ir dos o tres. Por encima de tres se notaba excesivamente que íbamos en manada porque nos daba miedo. Si se iba solo era señal inequívoca de que ibas a que dispusiera de ti. La tensión (en su caso sexual nada disimulada, en el nuestro terror más o menos contenido) no se atenuaba yendo dos o tres, pero al menos no se levantaba de la mesa. Señalaba el balón con un mohín, apuntaba un nombre como responsable del balón y nos dejaba ir en paz. Una vez me equivoqué y fui yo solo a pedir un balón. Salió de detrás de la mesa con esa mirada y ese bigote suyo (tenía “El Morsa” como mote), pero usando la técnica del pollo sin cabeza (hablar atropelladamente y moverme muy rápido) que tan buen resultado me ha dado el resto de mi vida pareció comprender que no había entrado allí exactamente a ligar. No recuerdo exactamente las palabras, pero recuerdo el pánico. Y al cabrón no debía excitarle el pánico, sino la sumisión, la entrega. Y de eso tenía bastante entre mis compañeros. Solo de mi clase al menos media docena. Pero daba clase a Sexto A y B, Séptimo A y B y Octavo A y B. Al menos 240 niños.
Un día llegó uno nuevo a 8º de EGB. Un repetidor. Se le notaba en el bigotazo adolescente que tenía. Es posible que estuviera en el límite para entrar en primaria, porque tenía toda la pinta de ser muy mayor, al menos para nosotros. Entró al despacho de Don Antonio. Oímos un jaleo tremendo y le vimos salir apresuradamente.
Por la tarde supimos que había sido expulsado del colegio por “agredir” a Don Antonio. Le dio una hostia que lo tiró de culo, decían. El resto de profesores nos lo contaron uno tras otro totalmente indignados. Nadie dijo esta boca es mía, pero recuerdo una sentir una pequeña (pero viva) satisfacción interna. Y pena, porque al menos uno había hecho algo pero no lo íbamos a volver a ver. Y no llegamos a saber ni cómo se llamaba.
Don Antonio (y sus encubridores) nos enseñaron que el que la hace generalmente no la paga, nos enseñaron que el que manda totalmente decide sobre todo, nos enseñaron lo que es la impunidad, lo que es la prostitución, lo que es callarse porque conviene, lo que realmente significaba “venga, todos a dar vueltas al patio pero en pantalones cortos, que no hace tanto frío” mientras él se quedaba con su tres cuartos azul de Adidas. Con aquellos pantalones cortos de los 80, que acababan prácticamente en la ingle. El muy cerdo. Don Antonio nos enseñó a los más torpes a dar la voltereta en el plinto. Voluntarioso él. Comprometido. Y cómo les chillaba, cómo despreciaba a quienes llegaban corriendo y se clavaban delante del plinto (y de él) y no saltaban y no les podía ayudar con sus manazas.
Y ahora vienen mis preguntas:
– ¿Ninguno de los demás profesores se dio cuenta de nada? ¿Ni entonces ni ahora, que se empieza a hablar de estas cosas?
– Uno de mis profesores tenía (y tiene) dos hijas más o menos de mi edad. Nos solía hablar de ellas (“si trajeran a casa las notas que sacáis algunos de vosotros les rompería todos y cada uno de sus huesecillos” nos dijo un día) y coincidí con una de ellas en el Instituto pocos años después. ¿Qué hubiera hecho si cualquier persona hubiera mirado a cualquiera de sus hijas como Don Antonio nos miraba en clase o en el patio cuando pasábamos delante de él?
– ¿Dónde está ahora Don Antonio? ¿Lo tienen en alguno de esos refugios para curas y frailes “descarriados” donde se les hace reflexionar sobre sus “errores”?
Espero poder preguntarle estas cosas a alguno de mis antiguos profesores, con los que algunas veces me cruzo por la calle cuando paso por Guadalajara. Todo esto está prescrito. No pasa nada por dejar gente enterrada a puñados en las cunetas, va a pasar algo con este pedazo de cabrón… Pero está bien que se sepa. Y luego cada cual elegirá si hacer más o menos caso o responder o no a las señales que sus hijos les transmiten cuando les preguntan “¿Y qué tal en el colegio?”. Yo soy de la generación que no contaba en casa si un profesor nos daba un bofetón porque nos darían sin duda alguna otro “porque algo habría hecho”.
Como para contar estas cosas.
A ver si pasa algo 30 años después. Yo digo que no. A ver si me equivoco.