Un día alguien aparcó indefinidamente un “dos caballos” delante del colegio. Justo al lado de la puerta por la que accedíamos a la calle al acabar las clases. El coche se pudo tirar allí su buen par de meses sin que aparentemente nadie le prestara más atención que la de apoyar una de sus “Adidas Cebra” o sus Karhu (éramos la primera generación de víctimas de la obsesión por el estatus social mediante las marcas deportivas) sobre el parachoques para anudarse un cordón muy oportunamente desanudado.
Hay que decir que justo enfrente del colegio, religioso y masculino en todo menos en la patrona, había y hay otro colegio religioso también pero este sí, femenino en su totalidad. El caso es que el coche pasó a formar parte del paisaje de la callejuela que separaba ambos colegios y ahí hubiese pasado seguramente la “cabra” el tiempo que hubiese sido menester hasta que los servicios municipales consumaran una mutación en el estado o más bien en el destino de la materia, declarando aquél automóvil no como tal sino como basura abandonada en la vía pública y actuando en consecuencia, ahí hubiese pasado todo ese tiempo si no hubiese sido porque un chaval dijeron que “de los mayores” (en aquél colegio y en aquellos años eso podía significar entre trece y dieciséis años) arrancó al Dyane 6 un retrovisor lateral, seguramente sin querer y sin tener el menor atisbo de la que iba a prepararse.
Mentiría si dijera que no me enteré porque lo hice, vaya si lo hice y ya por entonces me preocupaba por amenazas que no parecía que fueran a afectarme. En el patio se hablaba de esto y de lo otro, en mi clase se estaba ya en el territorio de “Yo sigo jugando a algo“, “Yo no juego que eso es cosa de críos” y un cada vez más extendido “Yo jugaría de buena gana pero dicen que eso es cosa de críos“. Que nos estábamos haciendo una especie de adultillos, vaya. Se hablaba de esto y de lo otro y se hablaba del espejo del “Dos caballos“. Al parecer todo el mundo se había dado cuenta de lo del retrovisor y había un sentimiento latente entre nosotros, una negra certeza de que alguien se iba a quejar al colegio, alguien iba a hablar con el director, alguien iba a ir interrogando a “los malos hasta dar con algún inocente con poco estómago y que hubiera visto algo, algunos iban a ir al despacho del director (el potro de torturas de nuestras peores pesadillas), alguien iba a llamar a los padres de alguien (el Juicio Final asociado al Apocalípsis de nuestros escasos pero rotundos años) y como culminación del proceso alguien iba a ser señalado en el patio como el que sufrió tal o cual castigo ejemplar. Pero no, pasó la tarde, llegó el día siguiente y pasamos la mañana entre cálculo oral a velocidades silíceas y fórmulas químicas y el recreo y más gasto de fósforo y nos fuimos a comer y todos pasamos junto a la “cabra y el espejo retrovisor, el muñón, seguía tirado en el suelo, a dos metros escasos de su sitio habitual y llegó y pasó nuestra jornada de tarde y pasó la mañana siguiente y en nuestros cerebros de niño, en todos a la vez o quién lo hubiera dicho, entró como obra de una maldad superior una idea: no pasa nada. Alguien ha roto algo que no le pertenece y no pasa nada. Cayó el otro retrovisor y no pasó nada, hubo uno que, ante los ojos de todos le dio una patada a una puerta del coche y le dejó una hermosa abolladura; y todo el mundo quiso probar si era capaz de igualar o mejorar aquél bollo.
Lo recuerdo como una multitud hirviente de chavalería pateando la chapa azul cielo quemada por años de dormir al raso, arrancando las aletas una detrás de otra, de cristales estallando a saber con qué, de uno que se volvió más loco que todos los demás y daba saltos sobre la capota como seguramente había hecho mil veces sobre su cama. Como esas procesiones de Semana Santa en las que los hay que se pegan por tocar la imagen de su devoción. Aquí se pegaban por poder darle una patada, una patada siquiera a algo que todos habíamos concentrado en aquél coche. Después se diría que “hasta nosecuantitos le dio patadas”, y ese “nosecuantitos” era de los que tenían aburrido al confesor de puras ganas de arrepentirse. Al fin y al cabo ¿Cuántos hechos te obligarían al arrepentimiento si tuvieses catorce años? Esto era lo que estaba pensando el hermano Tomás (“El Chernienko” por mal nombre gracias a su asombroso parecido con el premier soviético) mientras se acercaba a su despacho, cuando oyó el fragor que aquél linchamiento a la automoción estaba ocasionando. Bajó a la calle preparándose por el camino para encontrarse con un atropello, una pelea con patio (de butacas), platea y palcos de honor, una madre sacándole los ojos a uno con pinta de ser de esos que reparten droga y dinero a los niños a la salida del colegio (de todo eso había visto ya este veterano) pero se encontró con sus angelitos todos convertidos en sádicas bestezuelas. Tan noqueado quedó con la escena que saltó entre los chicos hasta llegar a tocar la castigada chapa del Dyane 6, momento en el que aquella masa plena de testosterona en ebullición huyó como un solo cuerpo. El hermano Tomás se quedó apoyado contra el capó o lo que quedaba de él. Ni en coger a alguno, ni en quedarse con alguna cara acertó a pensar, no digamos ya de hacer.
El día siguiente fue muy extraño. Todos los profesores invirtieron el tiempo de sus clases respectivas en hablarnos del suceso, todos, incluso los que tenían ganada a pulso una justa fama de sádicos más o menos ilustrados, adoptaron un extraño todo conciliador. “Pero chicos, chicos...“. Aparentaban un dominio absoluto de la situación y un aplomo digno de elogio pero lo cierto es que estaban asustados, asustados de verdad; habían pasado sin transición de estar rodeados de niños a los que formar a estarlo de asesinos en potencia que les miraban con los ojos curiosos, indolentes, vivos o asustados de cualquier otro día, lo que a su juicio debía ser la confirmación de serios transtornos psíquicos.
En la clase de Don Javier (“El Cepillo, gracias a su complexión delgadísima y su poblado bigotón) hubo sesión especial porque Don Javier solía someternos a clases de “vamos a hablar, chicos” sin razón aparente. Don Javier era el único al que notamos que estaba preocupado, leíamos en él como en un libro abierto igual que él encontraba cada día algo sorprendente en alguno de nosotros; justo alrevés que el resto de los profesores. Don Javier entró en clase, murmuró un buenos días mohíno como nunca le habíamos visto y sin avisar siquiera nos preguntó:
– ¿Me podría explicar alguien qué es lo que sentís al hacer algo así? ¿Os gusta, os sentís mejor? Y aún añadió ¿Más hombres?
Silencio sepulcral para pensar si era así. Éramos niños. Hubo uno que se sintió en la obligación de explicar de algún modo el comportamiento de aquellos, por supuesto de un modo tal que nadie pudiera relacionarle ni de lejos con aquello.
– Don Javier… Don Javier, yo no sé lo que se sentirá pero un amigo mío, bueno, uno que conozco dice que…
Y se calló de golpe. Los que estaban sentados por delante estaban vueltos hacia él y en sus miradas se leía:
– Si eres hecho prisionero y te interrogan solo dí tu nombre, grado y unidad.
Nunca antes Don Javier se había sentido tan solo en una habitación con cuarenta y siete personas más.