Un amigo mío (del que por supuesto no voy a dar más datos porque luego tó se sabe) me ha contado una peripecia que le sucedió hace poco y que paso a relatar aquí.
Mi amigo se encontró con que le salieron unas grietecillas en el prepucio. Según me contó lo achacó a los calores (de todo tipo), humedades (de todo tipo) o a algo que hubiese en los preservativos (de un solo tipo) que desde hacía poco tiempo tenía ocasión de usar. Digo de un solo tipo porque eran de los que la comisión anti-sida de Araba tiene a bien distribuir gratuitamente en cantidades industriales y que mi amigo rapiñó en uno de sus puntos de distribución.
Cambió (muy a su pesar) de marca de preservativos; de los gratis a los caros. Pero las grietas, aunque parecieron remitir, volvieron y además volvieron con energía renovada.
No hubo más remedio que acudir al médico. Médica en este caso, para hacerlo más interesante. Saltándose como bien pudo kilómetros de alambradas en forma de prejuicios y educación judeocristiana mi amigo se vió en la tesitura de mostrarle el pene (bajo demanda) a una mujer más o menos de su misma edad. Así, en frío y como quien no quiere la cosa.
Le preguntó si podía retraer el prepucio y mi amigo le dijo que no, que de ninguna manera.
– Pues majo, a tus años ya es hora ya — respondió airada la doctora.
Mi amigo (no me atreví a preguntarle si todavía con el pene a la vista o no) hubo de explicarle que hasta hacía poco sí que podía retraerlo, pero no en aquél momento en el que tal cosa era dolorosa y un tanto sanguinolenta.
La doctora resultó ser una mujer muy agradable y con un sentido del humor bastante fino; parece ser que salvó la papeleta de forma muy correcta para todas las partes (mi amigo, ella misma y el pene agrietado objeto de la visita) y le recetó una pomada con la que debería curarse.
A la farmacia que se fue mi amigo muy ufano con su receta. La farmacéutica (joven pero seca como un control de alcoholemia) le preguntó si la herida era grande.
– ¿Grande? No, no, es poca cosa.
– Es que hay tres tamaños de envase – dijo la farmacéutica – así que según sea de grande la lesión te doy uno u otro.
Mi amigo terció que con el pequeño sería más que suficiente dadas las dimensiones de la zona afectada. Con su pomada en la mano salió de la farmacia presto a irse al trabajo cuando tras él oyó los pasos y la voz de la farmacéutica.
– Perdona, perdona, te dejas la…
dijo la farmacéutica, una de esas personas que no pueden evitar leer la palabra escrita cuando está en su radio de acción. Se calló en seco y le devolvió la receta como si fuera un incunable benedictino.
Mi amigo, que quizás haya que explicar que con toda seguridad no se había leído la receta aunque ahora las impriman desde un ordenador y las pueda leer cualquiera, se extrañó del comportamiento de la farmacéutica, pero no tanto como cuando observó que el diagnóstico impreso en la receta era el siguiente:
Lesiones en el pene